viernes, 14 de junio de 2013

(14-6-2013) La ciencia y las sabidurías posmodernas

El último día, a partir de lo que surgió sobre la relación entre el saber científico y las "sabidurías", en sus formas posmodernas, muchas veces degradadas en forma de "autoayuda", planteé que Lacan había estado atento a este registro del saber, aunque bajo formas más nobles. Como dije entonces, una sabiduría (sagesse en francés) es un discurso que, manteniéndose a distancia de la religión, plantea una serie de recomendaciones éticas. Se trata de discursos cuya peculiaridad consiste en que tratan de articular estrechamente dos dimensiones  cuya tensión antinómica plantea Kant en su Razón práctica: el bien y el bienestar. 

En efecto, Kant plantea que lo bueno se sitúa en momentos cruciales en oposición al bienestar, pues no corresponden a un mismo registro. Esta diferencia tiene consecuencias conflictivas, en la medida en que la exigencia ética del bien debe imponerse por encima de cualquier bienestar particular.

En su escrito "Kant con Sade" y en el seminario VII, Lacan desarrolla las consecuencias de esa antinomia kantiana, y nos permite situar la diferencia entre, por un lado, una ética que, bajo la apariencia de un ideal exigente y universalista, encarna la voz del superyo, y por otro lado una ética del psicoanálisis.

Pero la perspectiva de las sabidurías es otra. No coincide con el psicoanálisis, pero Lacan las tiene en cuenta.

Las sabidurías (estudiadas, por ejemplo, por Michel Foucault en su Historia de la sexualidad, en el volumen "El cuidado de sí", cuyo título se basa en una expresión central en todo un pensamiento ético de la Grecia clásica, ἐπιμελείας ἑαυτ), proponen una aproximación posible del bien y el bienestar, casi una identificación entre ambos en algunos casos. Proponen la resolución de la antinomia kantiana. En esto se distinguen del psicoanálisis, que plantea que la antinomia no "se resuelve", sino que se trata de hacer otra cosa con ella.

A diferencia de lo que fue una corriente dominante en la tradición judeocristiana, en la que se plantea una necesidad de sacrificar el goce en aras de un bien superior, ciertas sabidurías apuntan a la idea de una regulación, en lo que a veces se describe como un término medio, alguna forma de autocontrol que refuerza aquello que se supone como una capacidad de dominio por parte del yo. La condición que se plantea, en términos generales, es no caer en los "excesos".

Es interesante destacar un rasgo anticipado en este tipo de sabidurías, al menos en su versión griega y luego romana, que las hará particularmente aptas para una reedición actual, aunque en un universo de discurso del todo diferente. Se trata de la noción de que el goce es regulable en términos de una cierta proporción.  Y la proporción incluye, ya en el pensamiento griego, algo de lo numérico, como se puede ver en las elaboraciones matemáticas en torno a la "proporción áurea", con todas las consecuencias que ello tiene en el ideal de belleza arquitectónico, escultural, etc. Hay que tener en cuenta en este sentido el gran peso de la geometría en la matemática griega. Y también en su ética, ya que ciertas formas estaban relacionadas con una idea de perfección (algunos triángulos, el círculo...)

Por eso, aunque de entrada el ἐπιμελείας ἑαυτ griego parece totalmente ajeno al discurso de la ciencia tal como lo conocemos a partir de los siglos XVII-XVIII, lleva en su germen algo que lo hará plenamente recuperable cuando, a partir de una incidencia generalizada de la ciencia, surgen reediciones de este tipo de discurso, a partir de la siguiente pregunta: ¿qué ética se deduce de o es compatible con los descubrimientos científicos? 

Hay que tener en cuenta que esto no es exactamente lo que se suele entender como bioética. Lo más habitual en lo que se refiere a bioética, es que haya o se reclamen "comités de ética", o sea, dispositivos que planteen si se debe o no hacer algo que los descubrimientos científicos han vuelto posible hacer en el cuerpo del hombre. 

En este caso se trata de una dirección opuesta: ¿qué ética (qué etiqueta, como dice Miller deconstruyendo el término) se deduce de los descubrimientos de la ciencia? Y, tal como podemos ver en toda una serie de producciones de divulgación y de autoayuda (Eduard Punset es un ejemplo claro en este sentido, es casi imposible no ver un libro suyo en un escaparate de librería), se trata de vincular esos descubrimientos con ideas de armonía, de adaptación... como si, por poner un ejemplo, se pudiera deducir un "es mejor comportarse así" a partir del "descubrimiento" de que "nuestras neuronas se comportan así".

No siempre es fácil en estos discursos, que se caracterizan por su ambigüedad y sus confusiones, distinguir el "hay que" (o su complementario: no hay que) del "es mejor, más adecuado, más saludable... que" (o su complementario: es peor...) O sea, entre una ética prescriptiva y una ética en la esfera de los consejos de una sabiduría para estar mejor "con uno mismo". 

Los desplazamientos entre una dimensión y otra son constantes, en una época en que las prescripciones morales, o bien brillan por su ausencia, o bien reaparecen en tormentas de verano fundamentalistas cuyo poso final no se acaba de ver... pero que en todo caso acaban funcionando más como cambios en las normas que en modificaciones de una ley más interiorizada. Un cambio en la ley del aborto tendrá consecuencias en la vida de las personas, sin duda, pero es difícil que cambie cómo vive la gente en su fuero interno la cuestión del aborto, la libertad individual, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo...

En todo caso las indicaciones éticas que pretenden la armonización, la adaptación, en nombre de la ciencia, constituyen un elemento fundamental en nuestra época, tan omnipresente, que se ha traducido en una superproducción editorial en el campo de la autoayuda. El cientifismo más vulgar ha dado pasos importantes en este sentido en los últimos años, se atreve a pontificar sobre cualquier cosa. Es difícil hoy día no dar con un "científico" dando consejos o siendo entrevistado sobre las consecuencias concretas de sus descubrimientos en su modo (ejemplar) de conducirse... o en el nuestro. Resulta curioso ver a un psiquiatra biologista poniendo su vida como ejemplo en "La contra" de La Vanguardia. Su lema podría ser, quizás: "Haga usted con sus neurotransmisores lo mismo que yo y le irá mejor en la vida".

Suena curioso, es como un gastroenterólogo publicitándose como cocinero. Pero quizás incluso esto excitaría la pulsión oral de alguien hoy día.

Es indudable que gran parte de estos consejos éticos de bajo perfil siguen una lógica bastante similar a la que tuvimos ocasión de leer en Damasio. La idea de homeostasis, de autoregulación, que dicen encontrar en "lo real" biológico, y que sin duda es cierta a un nivel limitado y en un ámbito concreto, como el del tejido vivo, se traduce en una idea equivalente en el plano del individuo, luego en lo social, lo político. 

Pero, más allá de esto, la idea es usar un saber "científico" sobre cómo somos, en particular, cómo es nuestro cuerpo o nuestro cerebro, para deducir cómo es mejor que nos comportemos, como debemos ser. Se trata de comportarnos de acuerdo "con nuestra naturaleza". La máxima kantiana se simplificaría mucho. Ya no sería: "obra como si actuaras de acuerdo con una máxima universal, que se puede aplicar en toda circunstancia, con independencia de toda particularidad individual"... Sino: "Obra de acuerdo con el funcionamiento de tu cerebro... tal como la ciencia te lo revela".

Por supuesto, esto es paradójico, porque en realidad, lo que comprobamos es que a un nivel más profundo, lo que hace la ciencia no es describir la naturaleza, sino transformarla, incluso amenazar con destruirla, como planteó Miller en su discurso de introducción del tema de lo real para el próximo Congreso de la AMP. Vemos, en efecto, que la intervención de la ciencia y la técnica más bien alteran, modifican. Lo cual, como vemos constantemente, reclama la intervención del otro lado de la bioética: la que clama por limitar ese potencial de transformación. De hecho, esto hace todavía más curioso que se pueda pretender recurrir a la ciencia como guía de vida.

Desde luego, resulta irónico llamar "sabiduría" a lo que se vende en esos textos de autoayuda, ya que se trata de algo muy pobre intelectualmente. Y es que no vivimos en el siglo de Pericles, ni mucho menos. Las sabidurías clásicas que examina Foucault no se pueden entender fuera de la sociedad que las produjo: una sociedad aristocrática, con ideales fuertes, en los que estaba muy claro cómo debía de comportarse un hombre para ser "viril" (la mujer estaba en esto en un plano claramente secundario en el discurso). Los hombres tenían toda una serie de indicaciones de conducta, respecto al modo de hablar, respecto a su sexualidad, etc.

En aquella época, había cierta relación entre las proporciones del Partenon e ideas que ahora nos pueden resultar curiosas, como que un hombre, para ser "viril"... no tenía que gritar. Tenía que moverse pausadamente, sin excesos. Los excesos estaban mal visto, tanto en los gestos como en la palabra. La proporción era un significante amo muy poderoso. Hablar demasiado era una desproporción... muy propia de mujeres, por otro lado. Un interés excesivo por lo sexual, curiosamente, se consideraba... afeminado. Se ve entonces que algo relacionado la geometría, en aquella sociedad aristocrática, se desarrollaba en toda una serie de discursos éticos, que no tenían nada que ver con la religión, pero que, por así decir, "informaban" (o sea, daban forma, estructuraban) los ideales de ciertos grupos sociales, en particular, los pertenecientes a la elite gobernante. 

Esto es explorado, además de por Foucault, por un ensayista que se llama Peter Brown, gran estudioso de los primeros siglos del cristianismo. El estudia, por ejemplo, cómo se fue situando y diferenciando el cristianismo con respecto a los ideales más difundidos en el mundo antiguo, mostrando que el "paganismo" era un ámbito en el que las sabidurías tenían un peso muy importante, y que el cristianismo introdujo una fuerte ruptura, con un discurso ético radicalmente distinto. Aunque los cambios no eran tan visible a veces en el plano de los comportamientos (porque el paganismo no era en absoluto un "hacer lo que uno quiera", por el contrario, podía implicar ideales de moderación muy exigentes), en el plano del discurso el cristianismo introducía una ética propiamente religiosa, o sea algo muy diferente.

Foucault llama a esas sabidurías antiguas "tecnologías del yo", porque relaciona esto con toda una serie de prácticas, unas de ellas discursivas, pero otras vinculadas al cuidado del cuerpo, su manejo, su entrenamiento. 

He querido usar el término "sabiduría" porque es un término que usa Lacan. Hay que decir que él se refiere a un tipo de uso del saber, no lo emplea de un modo idealizado como cuando decimos de alguien que es un sabio, en el sentido de que sabe muchas cosas de una disciplina concreta, especializada. Aquí se trata más bien del desarrollo pragmático de cierto saber sobre el modo de comportarse.

Lacan estuvo muy atento a ciertas sabidurías orientales, precisamente porque habían quedado fuera de esta línea histórica que parte del paganismo clásico, sufre la ruptura introducida por el cristianismo y luego la incidencia del capitalismo y el discurso de la ciencia. Podemos encontrar referencias de Lacan al taoísmo, al confucianismo, al budismo (en este último caso, ya, las barreras entre la sabiduría y una visión propiamente religiosa son más difíciles de situar, aunque lo obvio es que se trata de una tradición religiosa no judeo-cristiana).


jueves, 9 de mayo de 2013

(8-5-2013) Psicosis en la infancia. (I) ¿Puede un niño ser "paranoico"?


Para empezar: ¿puede alguien serlo? La cuestión del diagnóstico es compleja, ya que al fin y al cabo de lo que se trata, en principio, es de aplicar categorías que siempre quedan desbordadas por la riqueza, por los matices que se aprecian en cada caso, en lo que éste tiene de único e irrepetible (que por otra parte es siempre lo más fundamental).

Dichas categorías provienen de la psiquiatría clásica, antes de que los DSM empezaran una demolición cada vez más general y caótica de la clínica de lo mental. En cuanto al psicoanálisis, desde Freud, luego con Lacan, hubo un esfuerzo por fundamentar algunas de esas distinciones clínicas distinguiéndolas en tipos de síntomas, fundamentando sus evoluciones respectivas a partir de su lógica interna, y ello a partir de una idea fundada de causalidad propia de lo psíquico. Así, el psicoanálisis confirma la especificidad de las psicosis y, dentro de ellas, confirma igualmente diferencias a lo largo de un eje esquizofrenia/paranoia (dejamos aquí de lado otro eje, el que va de la melancolía a la manía) En este eje, en un extremo, se encuentra pues la paranoia, como forma delirante pura, de predominio persecutorio y con vivencia por parte del sujeto de un "sentido pleno" ("todo cuadra", "todo coincide"), y en el otro extremo la esquizofrenia, en la que el delirio o no existe o no es lo suficientemente eficaz como para llevar a cabo una restitución del sentido, el cual permanece para el sujeto como dolorosamente enigmático, mientras que una serie de fenómenos corporales tienden a ocupar el vacío de la metáfora delirante faltante o que no se sostiene. En cada caso concreto de una psicosis podemos en principio situar los fenómenos sintomáticos más o menos en algún lugar de esa escala, con todas las gradaciones, mezclas y variaciones imaginables. A pesar de todo, esta distribución resulta útil, descriptiva, explicativa y relativamente predictiva.

Ahora bien, tras agotar, de algún modo, la lógica de ese tipo de distribución estructural de los síntomas, construida a partir de la observación de casos en los que los síntomas tienden a presentarse de un modo claro, acentuado, predominantemente agudo (formas de la "locura" que interesó a la psiquiatría clásica), el psicoanálisis lacaniano, siguiendo una novedosa orientación de Jacques-Alain Miller, empezó a dirigir nuestro interés en 1998-99 hacia otro tipo de fenómenos psicóticos, más discretos, que tienen presentaciones no siempre claramente patológicas, en las que se aprecian modos de funcionamiento con soluciones singulares que parecen evitar el estallido de una sintomatología más clara y al mismo tiempo más clásica. Se trata de modos de funcionamiento, pues, que resisten a ser situados en los ejes de la psicopatología clásica y que llegan incluso a desafiar los criterios de "normalidad" y "patología".

En cuanto se ha dispuesto de criterios para considerar este tipo de funcionamientos "no normales" (para el psicoanálisis, no neuróticos), ocurre algo así, si se nos permite una metáfora, como con la materia oscura en el universo: no se ve, pero es lo que más hay. Como planteó Jacques-Alain Miller en su día, hay que reconsiderar el campo de la clínica a partir, no ya de los casos "extraordinarios" que dieron lugar a la clínica psiquiátrica, fundamentada luego por el psicoanálisis freudiano, sino a partir de los casos "ordinarios", complejos, con evoluciones no típicas, fenómenos variables que no tienen necesariamente la estructura del "fenómeno elemental" en el que Jacques Lacan encontró la clave de las estructuras psicóticas más típicas -- aunque, sin duda, luego extendió la operatividad de este concepto a formas de psicosis atípicas y discretas, con la diferencia de que en estas últimas el surgimiento de los fenómenos elementales no es seguido necesariamente un desencadenamiento o estallido de la estructura de la subjetividad, la "regresión tópica" que Lacan describió magistralmente en el caso del Presidente Schreber (cf. Jacques Lacan, "De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis", en Escritos, Siglo XXI).

¿Y los niños? En los niños la cuestión es todavía más compleja en la medida en que todo lo que corresponde a la dimensión del desarrollo interfiere, modaliza, interviene de algún modo en los fenómenos, los síntomas, las construcciones del sujeto. Se podría decir, casi, que toda psicosis en la infancia es una "psicosis ordinaria", y es cierto que muchas veces la diversidad de síntomas y modos de funcionamiento (y además, ¿cuándo empieza lo uno y termina lo otro?) no se deja encuadrar en formas clásicas. Pero hemos dicho "casi"... porque si bien lo anterior es cierto, el eje esquizofrenia-paranoia tiene cierta validez también en la infancia, validez clara en una serie de casos, relativa en otros. Igual que en el adulto, encontramos en los niños con trastornos psicóticos un extremo en el que predomina el déficit del sentido, el déficit también de la construcción del yo, trastornos negativos y con predominancia corporal, y otro extremo en el que predomina un exceso de sentido, de naturaleza persecutoria, fenómenos predominantemente interpretativos y un yo estructurado, fuerte, de consistencia a veces megalomaníaca.

Aun así, la dimensión temporal propia de la infancia, las variables del desarrollo, el tiempo lógico al que están sometidos todos los fenómenos psíquicos, se conjugan de un modo sutil en las primeras etapas de la vida y varían en sus distintos momentos, ya que obviamente no es lo mismo un niño de 2 años, o de 3, o un niño de 5 años.

(Continuará en breve)