martes, 28 de abril de 2015

Para introducir el narcisismo, una puesta al día


Texto para el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona: "El cuerpo en psicoanálisis" (2015)





Este próximo lunes, en el Cursus, vamos a seguir trabajando sobre la cuestión del cuerpo en psicoanálisis, tratando de estar atentos a las cuestiones que conciernen más específicamente a nuestra época.
Hablaremos del narcisismo. Y no se puede decir que no sea un tema actual. Al menos es casi un lugar común decir que hay mucho narcisismo hoy día. ¿Tenemos algo que decir desde el psicoanálisis? ¿Podemos aportar conceptos que faciliten la reflexión?
Por otra parte, el narcisismo no es precisamente un tema nuevo, ya que para nombrarlo recurrimos a un personaje mítico griego: Narciso. Pero mientras que otro personaje griego, Edipo, empieza a no estar tan de moda, Narciso parece estar a sus anchas, ha subido enteros.
Podemos decir, entonces, que este mito tiene una una validez renovada, ya que es innegable que el cuerpo – lo que por lo general llamamos “el cuerpo”, ese cuerpo que se ve, que se ofrece a la mirada, que uno mismo se mira secretamente o que oculta si puede cuando no le gusta – está muy presente en las preocupaciones de nuestros contemporáneos.
De lo que le mito habla es de alguien enamorado de la imagen de su propio cuerpo... y también de los riesgos que ese tipo de amor supone. La sabiduría antigua nos dice algo del poder de fascinación de la propia imagen, pero también de que esa misma fascinación es potencialmente letal. ¿Confirmamos eso desde el psicoanálisis, o lo desmentimos?
De un modo introductorio, podemos decir que el psicoanálisis sí confirma algo de esta dimensión mortífera del narcisismo. Confirma, en particular, que la fascinación por la propia imagen es peligrosa, entre otras cosas, porque tiene una función de desconocimiento. Nos fascinamos con la imagen para no saber nada de otras cosas y ese mismo desconocimiento es peligroso.
Pero hay otro lado del narcisismo, revelado por el psicoanálisis: el narcisismo como ligado a un momento fundamental en la historia del sujeto, necesario para que se pueda apropiar de su cuerpo, reconocerlo como propio. Se trata del narcisismo como única vía para conseguir un mínimo sentimiento de unidad que de otra forma sería inalcanzable. Y, en consecuencia, como vía de paso necesaria para la construcción de una identidad en el mundo. Vía de paso, porque ni es un fin en sí misma, ni puede producirse sin el concurso de otros medios.
Además, este aspecto del narcisismo también está ligado a algo fundamental, que es la posibilidad de amarse en tanto que objeto amado por el Otro. El narcisismo es pues, también, núcleo inicial de un amor de sí sin el cual el sujeto no podría resistir al embate divisivo y potencialmente mortífero de lo que Freud llamó la pulsión de muerte.
Pero en esto, como en tantas otras cosas humanas, los extremos se tocan. Este narcisismo mínimo, salvífico, necesario, amenaza con convertirse, si no hay nada más allá, si se absolutiza como referencia única para el sujeto, en otra vía para llegar al mismo fin: la muerte.
Ahora bien, una mirada atenta a ese núcleo inicial nos permitirá ver toda su complejidad. En efecto, curiosamente, se suele decir de ciertas personas con problemas graves – a veces se trata de psicosis, otras veces de toda una serie de casos dentro de lo que la psiquiatría del DSM amontona en el cajón de sastre de los Trastornos de la Personalidad – que son muy “narcisistas”. Ahora bien, la sorpresa es que para el psicoanálisis estas grandes hinchazones narcisísticas son más bien la reacción a la imposibilidad de haber constituido en su momento un narcisismo comme il faut: el sujeto no pudo amarse en y a través de su imagen porque, por la razón que sea, no encontró en ese momento el adecuado sostén del Otro.
Podemos permitirnos jugar un poco con la versión del mito transmitida por Ovidio. En ella se narra el encuentro fallido entre Narciso y la ninfa Eco. Esta no consigue seducir a Narciso, quien prefiere seguir solo su camino por el bosque. Luego, la vengativa Némesis lo condena a morir ahogado cuando trata de alcanzar su maravillosa imagen en un lago. Pero es que Eco también tiene lo suyo. Porque había sido previamente condenada por la diosa Hera – vaya usted a saber por qué, los dioses griegos eran caprichosos y vengativos – a repetir la última palabra que cualquiera le dirigía. Digamos que se trata de la primera constatación de ese trastorno del lenguaje que se llama “ecolalia”. Pues bien, no podemos reprochar a Narciso que no se sintiera en exceso atraído por esa mujer cuyas palabras de amor debían de sonarle vacuas. Ya que cuando el pobre Narciso preguntó, en la soledad de la foresta, “¿Hay alguien ahí?”, la señorita en cuestión no pudo hacer más que repetir: “¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!”




Moraleja: el Otro con el que el sujeto se encuentra, o desencuentra, algo tiene que ver en el asunto.
Pero antes de adentrarnos en el tema del narcisismo, cosa que haremos el lunes, demos un repaso del camino que hemos seguido para llegar hasta aquí.


Recapitulación


Hasta ahora creo que hemos podido constatar la validez del planteamiento inicial, que era poner a prueba la utilidad de la tríada Simbólico, Imaginario y Real. Así, la unidad aparente del cuerpo, su obviedad, se debe entender como un resultado, no como un dato de partida.
Primero, en la primera clase del Cursus, hablamos de cuerpo simbólico. Que se pueda hablar de cuerpo simbólico remite al hecho de que el cuerpo es objeto de discursos y de que esos discursos no son datos banales, sino que introducen un ordenamiento complejo, diferenciaciones más o menos sutiles que tienen valor estructurante y causal. Aquí podemos incluir una larga lista de cosas: el modo en que las distintas culturas recogen y simbolizan los cambios del cuerpo en las distintas edades de la vida, las distinciones del género, las clasificaciones con respecto a estándares de belleza, los rasgos en la presentación de los cuerpos vinculados a las diferencias de clase, la diferenciación de sus zonas más o menos accesibles al intercambio social (qué zonas se pueden tocar o no en determinadas circunstancias, qué zonas son más o menos visibles, por quién y en qué contextos), qué partes ven reconocidas una función respecto a lo sexual y las prácticas, permisos y tabúes, que se generan respecto a ellas... Todo esto convierte al cuerpo del ser hablante en una realidad simbólica compleja. Y por este mismo hecho, una vez convertido el cuerpo en objeto y sede de palabras y de discursos, se convierte por añadidura en sede de otro tipo de inscripciones: la de ciertos síntomas, cuyo prototipo es el síntoma histérico de conversión. Así, el cuerpo se convierte en superficie privilegiada para que el significante se encarne.
En segundo lugar, hemos hablado en estos días del cuerpo real (expresión que usamos con cautela, pues no sería bueno convertirla en una categoría, pero nos resulta cómodo usarla de momento), para referirnos al cuerpo como sede de algo más que de lo simbólico, como habitado por las pulsiones y, más en general, por el goce. Goce que en el ser humano – a diferencia de lo que en los animales ocurre en virtud del instinto – no se fija al cuerpo de entrada, ni se ordena en zonas determinadas y en operaciones específicas a partir de mecanismos previamente establecidos, sino que en todo caso lo hará en función de operaciones complejas, que pasan por la relación con el Otro primordial de la demanda.
Este Otro primordial es también la primera vía y el primer medio a partir del cual algo del goce se fija al cuerpo y en él se ordena. Tal ordenamiento dará lugar a la estructura misma de la pulsión y al recorte de determinadas zonas del cuerpo, que tendrán la función de enclaves separados del resto y dotados de un papel privilegiado. Pero, por otra parte, algo de ese cuerpo del goce nunca quedará del todo sometido a ese mismo ordenamiento, pues constituye un real – en lo que de lo real se opone a lo simbólico – que permanece ahí en el trasfondo, a disposición para surgir en fenómenos sintomáticos, también en forma de angustia.
En efecto, si antes hemos hablado del lado simbólico del síntoma, ahora tenemos que recordar que éste tiene siempre su lado real. Así, el síntoma tiene en el cuerpo un espacio privilegiado, porque, por decirlo metafóricamente, el cuerpo del goce es el socio capitalista al que el empresario del significante tiene que recurrir por fuerza para esa obra compleja que es el síntoma. Obra cuyo lado sublime se descubre, dicho sea de paso, al final del análisis – el cual permitirá hacer de esa opera prima el magnum opus del sujeto.
En tercer lugar, esta naturaleza del síntoma, que lo hace participar del cuerpo simbólico y del real al mismo tiempo, es la mejor introducción o otro aspecto que también hemos ido tratando en días anteriores. ¿De qué se trata? Hemos ido viendo que lo más importante de lo que concierne al cuerpo en sus distintos registros se lidia siempre en la articulación, como mínimo, entre dos de ellos. En realidad nunca podemos aislar el cuerpo como simbólico sin tener en cuenta, al mismo tiempo, que aquello que lo simbólico trata de ordenar en el cuerpo – y esto con grados relativos de éxito pero con una tasa inevitable de fracaso – es precisamente lo que tiene que ver con su cara más real, la que resiste a toda domesticación perfecta y definitiva. El síntoma, como decíamos, pone de relieve de la forma más concreta esa zona compleja, ese borde nunca del todo definido y cerrado, entre lo simbólico del cuerpo y su real.
Pero, en cuarto lugar, ya que hablamos de bordes... si la mejor manera que por ahora encontramos de situar las tres dimensiones del cuerpo es en las fronteras relativas entre sus realidades diversas tomadas de dos en dos, nos interesaremos también por la que existe entre imaginario y real. Por eso la angustia nos interesa especialmente: nos permite explorar el borde entre lo real del cuerpo y su imaginario. De eso se habló el último día, cuando Lucía D'Angelo se refirió a la angustia como fenómeno de borde. Como que quizás todavía no hemos podido definir lo suficiente lo que sería el cuerpo imaginario, esta noción misma de borde entre imaginario y real nos costaba todavía situarla. Pero adelantaremos ahora algo que tendremos ocasión de profundizar el próximo lunes en la continuación de nuestro trabajo – trabajo que, sin duda, nos permitirá ir entendiendo cosas que el otro día quedaron sólo planteadas.

Avance de programa

Porque con la cuestión del narcisismo avanzaremos en nuestra comprensión del que constituye, de los tres registros del cuerpo, el más central, o sea, el cuerpo imaginario. E incluso, más allá de esto, del cuerpo como la dimensión más fundamental de lo imaginario mismo.
Esto tiene toda su importancia para nosotros, porque si bien en toda una época de su enseñanza lo imaginario tiene para Lacan un papel secundario respecto a lo simbólico, en la última época adquiere un lugar mucho más central. Quizás sea, en parte, por el modo en que él va siguiendo en su propia investigación los cambios que se producen en la cultura. En este sentido, no hay que olvidar que Lacan es, en el trabajo constante de su seminario – que se desarrolla a lo largo de muchos años (1953-1979) – un comentarista de primera línea de tiempos que cada vez más se van acercando a los nuestros.