Texto para el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona: "El cuerpo en psicoanálisis" (2015)
Este próximo lunes, en el Cursus, vamos a seguir trabajando
sobre la cuestión del cuerpo en psicoanálisis, tratando de estar
atentos a las cuestiones que conciernen más específicamente a
nuestra época.
Hablaremos del narcisismo. Y no se puede decir que no sea un tema
actual. Al menos es casi un lugar común decir que hay mucho
narcisismo hoy día. ¿Tenemos algo que decir desde el psicoanálisis?
¿Podemos aportar conceptos que faciliten la reflexión?
Por otra parte, el narcisismo no es precisamente un tema nuevo, ya
que para nombrarlo recurrimos a un personaje mítico griego: Narciso.
Pero mientras que otro personaje griego, Edipo, empieza a no estar
tan de moda, Narciso parece estar a sus anchas, ha subido enteros.
Podemos decir, entonces, que este mito tiene una una validez
renovada, ya que es innegable que el cuerpo – lo que por lo general
llamamos “el cuerpo”, ese cuerpo que se ve, que se ofrece a la
mirada, que uno mismo se mira secretamente o que oculta si puede
cuando no le gusta – está muy presente en las preocupaciones de
nuestros contemporáneos.
De lo que le mito habla es de alguien enamorado de la imagen de su
propio cuerpo... y también de los riesgos que ese tipo de amor
supone. La sabiduría antigua nos dice algo del poder de fascinación
de la propia imagen, pero también de que esa misma fascinación es
potencialmente letal. ¿Confirmamos eso desde el psicoanálisis, o lo
desmentimos?
De un modo introductorio, podemos decir que el psicoanálisis sí
confirma algo de esta dimensión mortífera del narcisismo. Confirma,
en particular, que la fascinación por la propia imagen es peligrosa,
entre otras cosas, porque tiene una función de desconocimiento. Nos
fascinamos con la imagen para no saber nada de otras cosas y ese
mismo desconocimiento es peligroso.
Pero hay otro lado del narcisismo, revelado por el psicoanálisis: el
narcisismo como ligado a un momento fundamental en la historia del
sujeto, necesario para que se pueda apropiar de su cuerpo,
reconocerlo como propio. Se trata del narcisismo como única vía
para conseguir un mínimo sentimiento de unidad que de otra forma
sería inalcanzable. Y, en consecuencia, como vía de paso necesaria
para la construcción de una identidad en el mundo. Vía de paso,
porque ni es un fin en sí misma, ni puede producirse sin el concurso
de otros medios.
Además, este aspecto del narcisismo también está ligado a algo
fundamental, que es la posibilidad de amarse en tanto que objeto
amado por el Otro. El narcisismo es pues, también, núcleo inicial
de un amor de sí sin el cual el sujeto no podría resistir al embate
divisivo y potencialmente mortífero de lo que Freud llamó la
pulsión de muerte.
Pero en esto, como en tantas otras cosas humanas, los extremos se
tocan. Este narcisismo mínimo, salvífico, necesario, amenaza con
convertirse, si no hay nada más allá, si se absolutiza como
referencia única para el sujeto, en otra vía para llegar al mismo
fin: la muerte.
Ahora bien, una mirada atenta a ese núcleo inicial nos permitirá
ver toda su complejidad. En efecto, curiosamente, se suele decir de
ciertas personas con problemas graves – a veces se trata de
psicosis, otras veces de toda una serie de casos dentro de lo que la
psiquiatría del DSM amontona en el cajón de sastre de los
Trastornos de la Personalidad – que son muy “narcisistas”.
Ahora bien, la sorpresa es que para el psicoanálisis estas grandes
hinchazones narcisísticas son más bien la reacción a la
imposibilidad de haber constituido en su momento un narcisismo comme
il faut: el sujeto no pudo amarse en y a través de su imagen
porque, por la razón que sea, no encontró en ese momento el
adecuado sostén del Otro.
Podemos permitirnos jugar un poco con la versión del mito
transmitida por Ovidio. En ella se narra el encuentro fallido entre
Narciso y la ninfa Eco. Esta no consigue seducir a Narciso, quien
prefiere seguir solo su camino por el bosque. Luego, la vengativa
Némesis lo condena a morir ahogado cuando trata de alcanzar su
maravillosa imagen en un lago. Pero es que Eco también tiene lo
suyo. Porque había sido previamente condenada por la diosa Hera –
vaya usted a saber por qué, los dioses griegos eran caprichosos y
vengativos – a repetir la última palabra que cualquiera le
dirigía. Digamos que se trata de la primera constatación de ese
trastorno del lenguaje que se llama “ecolalia”. Pues bien, no
podemos reprochar a Narciso que no se sintiera en exceso atraído por
esa mujer cuyas palabras de amor debían de sonarle vacuas. Ya que
cuando el pobre Narciso preguntó, en la soledad de la foresta, “¿Hay
alguien ahí?”, la señorita en cuestión no pudo hacer más que
repetir: “¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!”
Moraleja: el Otro con el que el sujeto se encuentra, o desencuentra,
algo tiene que ver en el asunto.
Pero antes de adentrarnos en el tema del narcisismo, cosa que haremos
el lunes, demos un repaso del camino que hemos seguido para llegar
hasta aquí.
Recapitulación
Hasta ahora creo que hemos podido constatar la validez del
planteamiento inicial, que era poner a prueba la utilidad de la
tríada Simbólico, Imaginario y Real. Así, la unidad aparente del
cuerpo, su obviedad, se debe entender como un resultado, no como un
dato de partida.
Primero, en la primera clase del Cursus, hablamos de cuerpo
simbólico. Que se pueda hablar de cuerpo simbólico remite al hecho
de que el cuerpo es objeto de discursos y de que esos discursos no
son datos banales, sino que introducen un ordenamiento complejo,
diferenciaciones más o menos sutiles que tienen valor estructurante
y causal. Aquí podemos incluir una larga lista de cosas: el modo en
que las distintas culturas recogen y simbolizan los cambios del
cuerpo en las distintas edades de la vida, las distinciones del
género, las clasificaciones con respecto a estándares de belleza,
los rasgos en la presentación de los cuerpos vinculados a las
diferencias de clase, la diferenciación de sus zonas más o menos
accesibles al intercambio social (qué zonas se pueden tocar o no en
determinadas circunstancias, qué zonas son más o menos visibles,
por quién y en qué contextos), qué partes ven reconocidas una
función respecto a lo sexual y las prácticas, permisos y tabúes,
que se generan respecto a ellas... Todo esto convierte al cuerpo del
ser hablante en una realidad simbólica compleja. Y por este mismo
hecho, una vez convertido el cuerpo en objeto y sede de palabras y de
discursos, se convierte por añadidura en sede de otro tipo de
inscripciones: la de ciertos síntomas, cuyo prototipo es el síntoma
histérico de conversión. Así, el cuerpo se convierte en superficie
privilegiada para que el significante se encarne.
En segundo lugar, hemos hablado en estos días del cuerpo real
(expresión que usamos con cautela, pues no sería bueno convertirla
en una categoría, pero nos resulta cómodo usarla de momento), para
referirnos al cuerpo como sede de algo más que de lo simbólico,
como habitado por las pulsiones y, más en general, por el goce. Goce
que en el ser humano – a diferencia de lo que en los animales
ocurre en virtud del instinto – no se fija al cuerpo de entrada, ni
se ordena en zonas determinadas y en operaciones específicas a
partir de mecanismos previamente establecidos, sino que en todo caso
lo hará en función de operaciones complejas, que pasan por la
relación con el Otro primordial de la demanda.
Este Otro primordial es también la primera vía y el primer medio a
partir del cual algo del goce se fija al cuerpo y en él se ordena.
Tal ordenamiento dará lugar a la estructura misma de la pulsión y
al recorte de determinadas zonas del cuerpo, que tendrán la función
de enclaves separados del resto y dotados de un papel privilegiado.
Pero, por otra parte, algo de ese cuerpo del goce nunca quedará del
todo sometido a ese mismo ordenamiento, pues constituye un real –
en lo que de lo real se opone a lo simbólico – que permanece ahí
en el trasfondo, a disposición para surgir en fenómenos
sintomáticos, también en forma de angustia.
En efecto, si antes hemos hablado del lado simbólico del síntoma,
ahora tenemos que recordar que éste tiene siempre su lado real. Así,
el síntoma tiene en el cuerpo un espacio privilegiado, porque, por
decirlo metafóricamente, el cuerpo del goce es el socio capitalista
al que el empresario del significante tiene que recurrir por fuerza
para esa obra compleja que es el síntoma. Obra cuyo lado sublime se
descubre, dicho sea de paso, al final del análisis – el cual
permitirá hacer de esa opera prima el magnum opus del sujeto.
En tercer lugar, esta naturaleza del síntoma, que lo hace participar
del cuerpo simbólico y del real al mismo tiempo, es la mejor
introducción o otro aspecto que también hemos ido tratando en días
anteriores. ¿De qué se trata? Hemos ido viendo que lo más
importante de lo que concierne al cuerpo en sus distintos registros
se lidia siempre en la articulación, como mínimo, entre dos de
ellos. En realidad nunca podemos aislar el cuerpo como simbólico sin
tener en cuenta, al mismo tiempo, que aquello que lo simbólico trata
de ordenar en el cuerpo – y esto con grados relativos de éxito
pero con una tasa inevitable de fracaso – es precisamente lo que
tiene que ver con su cara más real, la que resiste a toda
domesticación perfecta y definitiva. El síntoma, como decíamos,
pone de relieve de la forma más concreta esa zona compleja, ese
borde nunca del todo definido y cerrado, entre lo simbólico del
cuerpo y su real.
Pero, en cuarto lugar, ya que hablamos de bordes... si la mejor
manera que por ahora encontramos de situar las tres dimensiones del
cuerpo es en las fronteras relativas entre sus realidades diversas
tomadas de dos en dos, nos interesaremos también por la que existe
entre imaginario y real. Por eso la angustia nos interesa
especialmente: nos permite explorar el borde entre lo real del cuerpo
y su imaginario. De eso se habló el último día, cuando Lucía
D'Angelo se refirió a la angustia como fenómeno de borde. Como que
quizás todavía no hemos podido definir lo suficiente lo que sería
el cuerpo imaginario, esta noción misma de borde entre imaginario y
real nos costaba todavía situarla. Pero adelantaremos ahora algo que
tendremos ocasión de profundizar el próximo lunes en la
continuación de nuestro trabajo – trabajo que, sin duda, nos
permitirá ir entendiendo cosas que el otro día quedaron sólo
planteadas.
Avance de programa
Porque con la cuestión del narcisismo avanzaremos en nuestra
comprensión del que constituye, de los tres registros del cuerpo, el
más central, o sea, el cuerpo imaginario. E incluso, más allá de
esto, del cuerpo como la dimensión más fundamental de lo imaginario
mismo.
Esto tiene toda su importancia para nosotros, porque si bien en toda
una época de su enseñanza lo imaginario tiene para Lacan un papel
secundario respecto a lo simbólico, en la última época adquiere un
lugar mucho más central. Quizás sea, en parte, por el modo en que
él va siguiendo en su propia investigación los cambios que se
producen en la cultura. En este sentido, no hay que olvidar que Lacan
es, en el trabajo constante de su seminario – que se desarrolla a
lo largo de muchos años (1953-1979) – un comentarista de primera
línea de tiempos que cada vez más se van acercando a los nuestros.
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