Texto para el Cursus de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona: "El cuerpo en psicoanálisis" (2015)
Vamos avanzando en nuestro múltiple recorrido por el cuerpo. Que por
fuerza tiene que ser múltiple, debido a la diversidad de registros
en los que la experiencia del cuerpo se da en el ser hablante.
Le llegó el turno a los afectos. El término mismo, entre la noción
del “ser afectado” y la de “efecto” de alguna otra cosa –
dualidad que tendremos que situar – nos da algunas indicaciones
preliminares.
El último día estuvimos hablando del cuerpo imaginario, ese que se
construye a partir de su imagen unificada en el espejo o en la imagen
del otro, y que constituye la matriz primera del yo. Sin embargo, la
paradoja es que este fundamento de la propia personalidad, por su
propia naturaleza imaginaria, está un poco bajo sospecha para el
propio sujeto. Efectivamente, la imagen muestra, pero también
oculta, aunque no siempre se sabe qué. Y el ser hablante busca, a
veces desesperadamente, indicadores de algo más verdadero, alguna
guía para orientarse más allá de las potenciales falacias de la
imagen de sí de la que, por otra parte, no puede prescindir.
Así, no es raro que alguien se pregunte, frente a cierta experiencia
de la vida – el amor, alguna muerte, el éxito o el fracaso – por
lo que “verdaderamente siente”. Y alguien puede preguntarle a
otro: “¿Qué sientes?” – pregunta a veces difícil, incluso
comprometida, que no siempre se sabe cómo responder. Resulta
entonces que los afectos, los sentimientos, tienen un lugar bien
ambiguo, pues por un lado son convocados como índices de una verdad
siempre fugitiva, pero por otro lado ellos mismos parecen ser objeto
de demasiadas dudas, de interrogantes a veces angustiosos.
Una cosa es cierta: sea como sea, cuando alguien se pregunta qué
siente, de algún modo se vuelve hacia su cuerpo, desplaza su misma
pregunta hacia él, como si allí se encontrara el secreto – del
mismo modo que antiguos augures consultaban los planes de los dioses
en el camino de las aves en el cielo.
En esto el psicoanálisis se enfrenta a toda una psicología que da
por supuesto el lugar de los afectos en una escala evolutiva que va,
desde la simplicidad de las estímulos negativos y positivos en la
relación más elemental del individuo con el entorno, hasta una
elaboración secundaria – con el concurso de una racionalización –
que daría lugar a los “sentimientos”. En estos últimos, una
serie de operaciones cognitivas se superpondrían a las respuestas
más inmediatas e irracionales, de raíz biológica. Incluso en
algunos casos se admite que estas racionalizaciones pueden incluir,
en el colmo de la sofisticación de nuestra especie humana,
consideraciones de orden ético.
Pero viene Lacan y nos advierte que los sentimientos, como indica su
propio nombre, “mienten”. Añade que la angustia – esa que toda
una psicología denuncia como una respuesta equivocada a un peligro
inexistente – es el único afecto que no engaña. Y, para acabar de
complicarlo, dice también en algún lugar que la tristeza es un
pecado. Parece, entonces, que el psicoanálisis lacaniano, según su
costumbre, toma las cosas completamente del revés respecto de lo que
una psicología del “sentido común” parece establecer.
Aunque, desde el punto de vista de cierta psiquiatría biológica,
quizás no habría que preocuparse tanto, ya que al fin y al cabo la
cosa se explicaría fácilmente con la oxitocina (“hormona del
amor”), la adrenalina, la serotonina, el cortisol y otras supuestas
claves de lo que sentimos.
Veamos entonces lo que Freud y Lacan tiene que decir al respecto.
Seguro que encontraremos algunas claves sobre lo que significa
“sentir”.
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